El prodigio de los años veinte lleva consigo el
renacer del cambio de la forma de torear y surgen grandes figuras míticas
artífices de la novedad. Es en la torerista Híspalis en el popular paraje de la
Alameda de Hércules, donde se reúnen al atardecer grupos de aficionados para
hablar y hablar de toros. Se comenta el valor de Manolo Litri, la técnica de
Marcial, la arrogante valentía de Maera, que dejó los reiletes en la cuadrilla
de Belmonte, para ser figura, la destreza en el manejo de los aceros de
Villalta, Fuentes Bejarano y Fortuna, la torería del rondeño Cayetano Ordoñez
al que le dicen El Niño de la Palma y las escasas actuaciones del Papa Negro,
al que ya llaman todos Don Antonio.
Se comenta que dos niños hijos de Don Antonio,
Manolo y Pepito, juegan al toro en la jaranera plaza de la Alameda y que son
muchos los que van a ver torear en plena calle a los hijos de Bienvenida, que
con gran sapiencia torera, hacen embestir a un perro lobo tan bien amaestrado,
que cuando le gritan ¡Miura!, embiste con furia desatada y cuando le dicen
¡Murube!, templa la embestida y acompaña los engaños de manera magistral.
En esos tiempos, la ganadería de Lora del Rio, ha
adquirido su terrible fama, las muertes de Pepete, tío del gran Manolete, el banderillero
Mariano Canet, El Espartero, Domingo del Campo, Dominguin, el novillero
Faustino Posadas, figuran ya en la macabra lista de desaparecidos en las astas
de sus toros. Con posterioridad, engrosarían esta lista, el novillero Pedro
Carreño y el propio Manolete.
Pero se estaba gestando un nuevo cambio en la
torería, en la siguiente década
aparecerían toreros de dinastía como los Bienvenida, Manolete, Dominguin, que
volverían a dar un nuevo auge a los festejos, aportando valor, quietud y un
increíble dominio de los astados.
Terminada la
guerra civil, la fiesta va recobrando su hegemonía, vuelven las grandes ferias
y reaparecen las incipientes figuras de los años treinta que consolidan sus
triunfos anteriores y aparecen nuevos valores, entre ellos, el tercer hijo del
Papa Negro, Antonio. Se empeña en recibir el doctorado de manos de su hermano
Pepote y con Miuras y en Madrid. La anécdota se da al negarse a matar una
corrida del terrorífico hierro, remendada con sobreros de otro encaste por el
deterioro sufrido por algunos animales
titulares en una pelea en el desencajonamiento y les lleva a la cárcel a él y a
su hermano durante tres días, pero al final el día 9 de Abril de 1942, se da el
festejo con seis Miuras y recibe Antonio su doctorado.
El auge de Manolete, acapara la notoriedad de la
fiesta, el matador impone su mística y un toreo de quietud, pero tiene que
soportar a detractores que critican sus exigencias y que le acusan de
manipulación de las reses. Paradójicamente, es herido de muerte por un toro de
Miura de nombre Islero, en Linares el 28 de Agosto de 1947.
Llegan los cincuenta y sesenta con nuevas figuras,
el madrileño Antoñete, los cameros Romero y Camino, el salmantino Santiago
Martín El Viti, el sevillano Diego Puerta, arrolladores para desbancar a los
consolidados y la fiesta toma un auge inusitado. La cabaña brava se resiente, faltan toros y se produce un desastre
ganadero, aparecen toros pequeños y flojos, corridas que ruedan por los suelos
con apenas un puyazo. Aparece en la cabaña el poderío de los encastes sureños,
la sangre Vistahermosa en poder en su mayoría de bodegueros jerezanos irrumpe
con fuerza, las amplias vacadas invaden las grandes ferias proporcionando
triunfos a las figuras dejando a un lado a encastes legendarios.
Como toda evolución tiene su contrapartida, entran
en escena nuevos toreros que se dedican a matar casi en exclusiva a los
encastes defenestrados y se especializan en arrancar triunfos a toros de
difícil lidia. Ruiz Miguel, Andrés Vázquez, Manili, Dámaso González, acaparan
las corridas llamadas duras en las grandes ferias, dando buena cuenta de
Miuras, Saltillos, Palhas, Pablos Romero etc.
Durante la década de los sesenta, en un momento de
bajón de la fiesta, debido sobre todo al ganado, aparece un fenómeno único en
la historia de la tauromaquia, que hace olvidar las vicisitudes, un torero sin
antecedentes familiares, albañil de
profesión, irrumpe como un ciclón en el mundo taurino. Denominado El Renco en
sus desconocidos inicios como novillero, es apadrinado por el Pipo que le apoda
El Cordobés y le lanza a la fama, Manuel Benítez Pérez, nacido en Palma del
Rio, transforma el toreo clásico en un cúmulo de tremendismo, de desprecio al
riesgo practicando un toreo propio que cala en los tendidos de todas las plazas
de España y América, convirtiéndose en un fenómeno mediático que mueve
multitudes.
En el último cuarto del siglo veinte, irrumpen los
toreros de escuela. Madrid dirigida por Enrique Martín Arranz, lanza la primera
promoción de su escuela, ubicada en la Venta del Batán y les llaman Príncipes
del Toreo, Yiyo, Lucio Sandín y Julián Maestro, triunfan como novilleros y se
consagran como matadores, les seguirían Joselito Fundi y José Luis Bote y otra
larga lista.
Al final del siglo veinte se reabre la escuela de
Sevilla, la que encabezó allá por 1830 Pedro Romero, por orden del Rey Fernando
VII, siendo la primera institución creada para la formación de toreros.
Es claro que la evolución hasta el toreo actual se
produjo a partir de el primer cuarto de siglo, si bien en la actualidad ha
quedado patente que se está viviendo otro deterioro igual o peor que el de la
década de los sesenta. Las exigencias de apoderados y figuras, la anuencia de
las empresas, el dominio del monoencaste y la influencia de los medios
audiovisuales, forman un monopolio que infringe daños a la fiesta que será
difícil recuperar y el aficionado que es el que paga, no cuenta.
La repuesta a la pregunta, PARA MI SÍ
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